A pesar de lo que pudieran
sugerir mi elegante indumentaria y mis exquisitos modales, formo parte del
proletariado, y eso me obliga a ingerir periódicamente raciones completas de
huevos con patatas y chorizo y a ponerme ciego de vino en cartón. Uno ha de ser
fiel a su clase y no debe dejarse seducir por las tentaciones que abundan en
los mundos que no le pertenecen: mi innata elegancia y mi apostura me han
abierto mil veces las puertas de los salones de la alta sociedad, pero nunca he
caído en la trampa de creerme un miembro de pleno derecho de la misma y siempre
he recordado que mi cuerpo pertenece a las comunitarias calles (y mi estómago a
los establecimientos que ofrecen menú económico a cinco euros y que dejan que
el hambriento repita el primer plato).
Aunque algún bromista con acceso
al ropero de una señorita vista a un mono hembra con prendas de la más fina
seda, éste seguirá siendo un mono y conservará su tendencia a comer plátanos y
su costumbre de defenderse arrojando sus propios excrementos a aquellos que
osen acercarse por sus dominios. Cada uno es lo que es y será inútil que luche
por aparentar que es otra cosa, pues siempre habrá un gesto, un lapsus o un
desliz de distinta naturaleza que lo delate. Lo mejor es aceptar las desgracias
con deportividad, asumirlas según van viniendo y alzar la frente para admitir
ante el mundo con real o fingido orgullo lo que hay: a todos digo aquí y ahora —y
para que quede constancia de ello lo hago por escrito— que yo soy proletario y
obrero en el sentido amplio de la expresión, ya que mis delicadas manos no me
permiten serlo en el otro.
Es cierto que el hábito no hace
al monje, aunque ayuda mucho a reconocerlo, y mis cuidados ropajes no deben
confundir a nadie: soy un peón del pueblo oprimido y albergo en mi fuero
interno tanta ciega ira contra el clero y la patronal como es posible desde el
punto de vista médico. Cuando veo a un tipo vestido de etiqueta fumarse un
habano de los buenos siento incontrolables impulsos homicidas, y me pasa algo
muy parecido cuando me presentan a alguien con nombre raro y apellido
compuesto. Opino que la guillotina fue el invento más útil y revolucionario de
su época, y mis deseos de tomar nuevamente La Bastilla sólo son
comparables a los de hacer lo mismo con el Palacio de Invierno, cuidando esta
vez de que no se escape ninguna infantil y adorable Anastasia por la puerta de
atrás. Los proletarios somos así y la enseñanza secundaria obligatoria no va a
cambiarnos.
Soy capaz de tararear la Internacional de
corrido y puedo levantar el puño izquierdo con tanta convicción como el que
más, que creo que hoy por hoy sigue siendo Fidel Castro, un hombre al que por
cierto sí perdono que fume todos los puros habanos que quiera y la salud le
permita. Me sé al menos veinte chistes verdes sobre la monarquía, que
probablemente harían reír como niños a estos afables Borbones a quienes nadie
confundiría con una familia de obreros (aunque salieran todos juntos a la calle
en camiseta interior sin mangas y con un casco amarillo y una riñonera), y
puedo cantar el himno de España de cabo a rabo sustituyendo la añeja —y mil
veces recordada— letra de Pemán por esa otra —tan graciosa— en la que aparece
el mismo Franco y se hace alusión a una marca de detergente.
Ya voy olvidando los eslóganes
anticapitalistas porque el tiempo no pasa en balde y el contenido lírico de las
manifestaciones de los últimos años se ha vuelto un tanto ecléctico, pero pongo
a Lenin por testigo de que conocía un buen montón y acostumbraba a entonarlos
con seguridad y entusiasmo en cuanto se me presentaba la oportunidad, en
ocasiones valiéndome de una melodía de apoyo y un megáfono para subrayar la
innegable verdad que había en ellas. Todavía tengo conciencia de clase, que es
la forma de conciencia más superficial y menos comprometedora que existe pero
que es conciencia al fin y al cabo, y eso en los tiempos que corren no es poco:
soy consciente de cuál es mi papel en el trágico teatro de la vida y del
modesto lugar que ocupo en la empinada pirámide social, y me paseo por los clubes
hípicos y me pavoneo en las recepciones del embajador con el aire chuleta y
confiado del que sabe que puede beber como un cosaco (y pasarse con la gente
tanto como le apetezca) porque no le importa un pimiento que los guardas
jurados lo levanten por los sobacos y lo pongan de patitas en la calle.
No hay comentarios:
Publicar un comentario