jueves

Democracy

No es que yo tenga nada a favor de la democracia, que me parece una cosa así como proletaria y sudorosa y que, si nos lleva a alguna parte, será a un lugar poco selecto y lleno de familias con dos niños y coche verde, pero oye uno a Cohen recitar su canción y parece que el concepto se dignifica. Porque Cohen infunde verdadera solemnidad a ítems que en principio no la tienen, y lo hace escogiendo con tino de orfebre las palabras, inyectando en ellas la dosis justa de resultón cripticismo y recurriendo, de manera tan invariable como eficaz, a una parsimonia justo al borde de lo exasperante. Cohen nos enseña que hables de lo que hables, si lo haces suficientemente despacio y con una voz apropiadamente profunda (sin incurrir en guturalidades paródicas), el objeto de tu discurso ascenderá a la categoría de lo que merece la pena, caerá sin remisión en el saco de lo que amamos. La eficacia de la maniobra depende de cómo se jueguen las cartas, que es como decir de quién lo haga: en este caso, como en tantos otros, el cantante es tan importante como la canción. Si la chica de Amaral entona histriónicamente la palabra “Tiananmen”, aparte de grima, a uno le dan ganas de pilotar un tanque y llevarse por delante a tres o cuatro estudiantes chinos. Si Cohen la dicta del modo en que acostumbra, con la pausa y la firmeza que requieren los guisos caseros y los polvos de despedida, de repente Tiananmen es algo que me importa, de repente resulta que los chinos se dejaban matar por una causa que tenía algún sentido y de repente la democracia, en fin, es una circunstancia deseable.

La democracia sólo es un estado de las cosas reivindicable allá donde las cosas están en otro estado: no es muy distinta del amor, por ejemplo, material poético de primera pero contingencia vital problemática como ninguna. No es posible poetizar el amor pleno o la democracia consumada sin que el almíbar de la obviedad lo inunde todo y nos ahogue, a no ser que lo hagamos en clave de comedia absurda. A la democracia, además, hay que cantarle muy despacio para que todo funcione: el amor, por su cualidad hormonal y emotiva, sí acepta ganchos pegadizos y estribillos saltarines. Y, como decimos, hay que trovar siempre a su ausencia, a la del amor, a la del gobierno popular: la canción de la democracia es elegíaca por fatalidad y por definición. Cohen se lamenta por la falta de democracia en los lugares a los que no ha llegado y sobre todo en aquellos en los que pretendidamente sí existe, que es como llorar, tan despacio como a uno le es posible, el desamor o el amor falso. Temas, sí, folclóricos hasta el extremo, pero es que la tradición no es sino un compendio de obsesiones intemporales, y ya me dirán ustedes qué hay menos perecedero que eso del querer y no tener o haber perdido. Lo de Cohen, en el fondo, es copla de la de toda la vida, pero en fino y en judío: con una bata de cola uno puede presentarse sólo en ciertos sitios, pero todos convendrán conmigo en que con un Holocausto bien documentado a cuestas se va a cualquier parte.


 Publicado originalmente en el especial sobre Leonard Cohen de Standdart

2 comentarios:

Anónimo dijo...

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Srta. Keuner dijo...

Ah, el poder de la estética publicitaria. Los honestos no triunfamos porque fuimos unos aburridos.