jueves

El apoyabrazos

No sé si han montado alguna vez en autobús interurbano. Lo peor de este medio de transporte es que te obliga a viajar con un compañero de asiento, que viene a ser algo bastante parecido a un siamés. El azar hace girar su ruleta caprichosa y empareja a todos los viajeros por unas horas o unos cientos de kilómetros. Es como cuando jugábamos en el colegio a eso de la botella y esta jamás señalaba a la persona que queríamos (peor aún era cuando sí la señalaba y ella salía corriendo despavorida, pero de ese drama hablaremos en su momento). Lo bueno y lo malo del autobús es que si la botella apunta hacia ti, no te puedes echar atrás y tienes que apechugar con las consecuencias. El autocar no nos une para siempre, pero sí lo hace por períodos más largos que ciertos matrimonios, y aquí la opción de divorciarse no existe (a no ser que haya sitio libre al fondo) y la de ir a por tabaco tampoco se contempla.

Generalmente, lo único que nos separa de nuestro compañero de asiento es un apoyabrazos de plástico, que puede o no ser abatible. Pues bien: en el control de este apoyabrazos está la clave de la comodidad del recorrido. El apoyabrazos es el peñón de Gibraltar de los desplazamientos interprovinciales y su ocupación tiene un alto valor estratégico. Quien posa el codo en él, condena a su rival a pasar el viaje con los hombros encogidos, replegado sobre sí mismo y sumido en sus negros pensamientos, y se asegura en cambio un relativo desahogo postural que hará que la prosaica odisea que se avecina sea un poco más llevadera. El apoyabrazos es un territorio vital tan codiciado como la franja de Gaza, y creo que el símil geográfico es más pertinente que el anterior, porque los tíos que se te sientan al lado en estos autocares casi siempre son moros, aunque no resulta del todo descartable que en la rifa te toque en gracia un simio, si bien lo normal es que se trate de uno más parecido a un orangután que a cualquiera de esos monitos que alegran con sus juegos y pequeños hurtos la vida en la colonia británica.

La ocupación del espacio conflictivo se suele realizar con disimulo: aprovechando un bostezo con desperezamiento, se estira uno y luego deja caer el brazo sobre el objetivo, esto es, sobre el reposabrazos. Igual que los adolescentes de las comedias americanas hacen cuando van al cine con sus ligues para echarles la mano al hombro, pero con un fin muy diferente, no erótico, sino supervivencial: no es un furtivo lote entre las brumas, con viable aunque improbable paja como guinda, lo que está en juego, sino algo mucho más trascendente. Como decían en aquella otra película de boxeo, esto es una cuestión de dignidad: tratamos de ganarnos la nuestra arrebatándole al contendiente la suya. Pero la gloria del vencedor y la vergüenza del derrotado en esta pugna no son tan efímeras como en el cuadrilátero: si tras un combate de pesos pesados a doce asaltos se cumplimenta el ritual de levantar el puño del vencedor ante su cabizbajo adversario y después se manda a cada cual a su casa, aquí el vencedor y su vencido son obligados a permanecer juntos, bajo el mínimo foco de la lámpara de lectura, tomando conciencia de quién es quién y de todo lo que ello implica, durante cinco, seis, siete interminables horas, el tiempo que el autobús tarda en alcanzar su siempre lejano destino, tras traquetear por las autovías con la velocidad de un vehículo que transita caminos vecinales.

El viaje, por lo común, se realiza en silencio. Durante el mismo, nos convertimos en una especie de discapacitados globales, condenados al mutismo y la inmovilidad, aunque por desgracia no privados del sentido del olfato, y como a tales sólo nos queda resignarnos y matar las horas viendo caminar a la gente que sí puede en la película del televisor de a bordo, suponiendo que lo haya, mientras intentamos olvidarnos de la presencia del odioso tipo de al lado, sobre todo si nos ha ganado la partida, y rezamos porque se baje en alguna de las paradas intermedias. Es posible aprovechar una de estas, si es de las que incluyen descanso de quince minutos para estirar las piernas y tomar café en un área de servicio, y dar un golpe relámpago de Estado que revierta el orden de las cosas: basta con volver al vehículo antes que el enemigo y esperarlo cómodamente repantigado, con una sonrisa que tanto puede ser de saludo como de superioridad, para disfrutar a partir de entonces de las mieles del triunfo y una postura más cómoda. Pero no es usual que esto ocurra: la posesión del apoyabrazos le infunde a uno moral, como si en lugar de un cacho de plástico fuera la mismísima espada Excalibur recién arrancada de la roca, y le hace sentirse tan superior al rival (abrumado y desmoralizado, a su vez, por la ignominiosa derrota) que lo más frecuente es que el statu quo se mantenga hasta el término del trayecto.
                                                                                    
Entonces, al final del recorrido, llega el momento del adiós. El ganador y el derrotado (siempre hay uno de cada clase en una pareja) se levantan, se estiran, ahora con sinceridad, para desentumecerse, recogen su equipaje de mano (uno de los dos se lo puede alcanzar al otro, en ofrenda sumisa o regalo de desagravio) y se despiden con gesto más o menos hosco. Del autobús se apean treinta campeones y otros tantos perdedores, con la frente alta o meditabundos, según corresponda a su condición, que descienden a un mundo donde la guerra y la pareja serán algo muy diferente a lo que han sido durante las últimas horas. La gran botella de la vida girará para buscarles amores que duren más que un viaje y ellos, irremediablemente, tendrán que pelearse aquí y allá por ganarse un apoyabrazos conceptual, ficticio, metafórico, hecho del mismo material con el que se forjan los sueños, porque si alguna moraleja extraemos de este texto es que para estar bien casi siempre hay que fastidiar a algún vecino y para quedarse a gusto no hay nada como molestar un poco al prójimo.

5 comentarios:

Antoni Òrbuas-Fortuny dijo...

Lo suscribo.

Riobamba dijo...

Grande Cami, me llegó lo del juego de la botella, las chicas salían corriendo... Espero el artículo donde hables de ello. Saludos

Anónimo dijo...

A mi me gusta el autobús porque me siento sola y aislada al mismo tiempo.

Anónimo dijo...

Siempre vi el autobús urbano como una especie de teatro ambulante, un lugar divertido. Sin embargo coincido contigo en que en los trayectos en el interurbano, sobretodo si no vas acompañado de alguien conocido que ocupe el asiento contiguo, pueden asemejarse bastante a una guerra fría, y es tal la incomodidad que, a veces, uno prefiere dormir con el cuello en forma de alcayata a tener que soportarla.

Unknown dijo...

Yo creo que tu aventura literaria, Camilo de Ory, ejemplifica esa lucha por el pasamanos: he estado curioseando por los blogs de incontables escritores y me parece que el tuyo no es sólo el más lúcido y original, sino también el más sorprendente: a fe mía que jamás había visto a un escritor tan bueno con lectores tan malos.
Dejadme decir una cosa, y que conste que yo no leo nunca los diarios y que no sé nada de lo que Camilo de Ory ha escrito hasta ahora: yo creo que su estilo es perfecto y que él es brillante; no politices, Camilo de Ory, tus textos, o no lo hagas "objetivamente". No porque ofendas a "algunos" (ya sabemos quiénes) o porque pierdas lectores, sino porque la literatura comprometida es lo contrario a esa higiene que tú reclamas a la poesía. Bravo, Camilo de Ory, por lo demás; este es el primer blog que encuentro 100% libre de estupideces y con un estilo verdaderamente "literario".
Quería hacerte una pregunta, aunque ya sé que no acostumbras a responder a los comentarios, ni siquiera a los que son acertados (y haces bien), pero me muero de ganas por saber si no serás pariente del gran Carlos Edmundo de Ory. Tu estilo me recuerda al suyo en algunas ocasiones.