Unos (pueblo, al fin y al cabo) callan como aristócratas tras cita galante y otros (élite millonaria, carne de club de tenis) se conducen como ese energúmeno que anima con gutural ímpetu el Mambo nº 7 de Pérez Prado. Una inversión de papeles que recuerda a una suerte de gala de Carnaval reglada y absurda, que en esta época protagonizan actores como Novak Djokovic, en el papel de perfecto animador de boda de barrio, o nuestro Rafael Nadal, que se atavía como un nativo de las islas Fidji e invierte gran parte del tiempo que pasa sobre la pista en trastear con la goma de su ropa interior, en un gesto parecido al de un indígena del Amazonas que se sintiera incómodo con los primeros calzoncillos que le obligan a usar en el mundo civilizado.
Todo pose, todo posturas para la foto y todo, a la postre, liberadora máscara. Los de la grada, dejando a un lado a las celebridades presentes y a los inquilinos de las localidades más caras, siguen siendo plebe y los de la pista no dejan de ser gente educada y de bien, que, pese al circo y la parafernalia silvestre, arregla sus diferencias manteniendo una prudente distancia y metiendo una red por medio. En el tenis, la tecnología (la red, la raqueta) se interpone entre el hombre y su animalidad. El instinto de golpear la bola, que ni siquiera es el enemigo, sino apenas la redonda metáfora de este, queda mediatizado, suavizado por la presencia de esos dos objetos. No te pego a ti, ni siquiera toco tu pelota: empuño una raqueta, que es a la vez el agente último de la agresión y el gestor diplomático de mi ira. Es normal que con tanta pijada a uno le entren ganas de aullar como un mandril.
1 comentario:
Cierto. Y tronchante.
Publicar un comentario