El silbido con que el semáforo acompaña la señal verde que
permite cruzar al peatón me recuerda al de un hombre que llama a un perro. El
semáforo nos silba y nosotros cruzamos, solícitos, la carretera, apretando el
paso como si al otro lado nos esperase una golosina. El semáforo es nuestro
amo, y seguimos sus órdenes sin cuestionar ni por un momento su oportunidad.
Nos dice “Venid, bonitos, venid” y allá que vamos, sin detenernos un momento
para mirarnos y decir “Eh, pero ¿qué es esto?”. Somos el perro de Pavlov de la Dirección General
de Tráfico, que hace con nuestros cuerpos lo que quiere. Títeres. Usted es un
títere, señora, un muñeco articulado que se juega una fractura de cadera al
correr sobre el asfalto mojado cada vez que una máquina con luces de colores se
lo ordena. Su caso es comprensible porque la última vez que oyó un silbido humano
por la calle tenía treinta años y de eso hace otros tantos, y la nostalgia y el
querer volver a ser lo que uno fue son dos estímulos poderosos que a veces nublan
la razón, pero ¿yo? Yo cruzo aún más rápido, con toda la velocidad que me
permiten mis jóvenes piernas, hacia el semáforo exigente. Aquí estamos los dos,
pasando del trote al galope porque el semáforo se impacienta y empieza a meter
ruido del bueno. No es una carrera entre ambos, sino una prueba contra nosotros
mismos y una cuestión personal con algo que no es una persona: corremos porque
no podemos decepcionar a ese autoritario y callejero mueble, a quien le basta
con silbar para conseguir que obedezcamos, cuando a un guardia urbano de los de
siempre se le exigían también gestos y profusión de manoteos. Da la impresión
de que respetamos más a un montón de hierros y de cables que a un padre de
familia que llevaba porra y estaba autorizado para arrearnos con la misma, de
cintura para abajo, a la primera salida de tiesto, y el reflexionar sobre ello
nos puede ayudar a entender a qué incomprensible punto de degeneración están
llegando las cosas.
Mírese, señora, y míreme a mí. Parecemos los camellos mecánicos
de esa vieja atracción de feria, que corrían a medida que el jugador iba
lanzando pelotas a un agujero voraz, pero aquí nadie tiene que afinar la
puntería ni dejarse los cuartos para que movamos el culo: cada silbido del
semáforo es una bola que da en el blanco y nos obliga a caminar a toda prisa. Somos
víctimas de la tecnología que hemos creado (usted no ha creado nada, lo sé,
pero permítame la licencia), más en concreto estamos siendo sojuzgados por una desgarbada
máquina con vago aspecto de ayuda de cámara inglés, un mayordomo mecánico que
se ha acostumbrado a mandar y nos ordena la vida en lugar del cajón de las
corbatas. Este robot vertical y pasivo ha dado un discretísimo golpe de Estado,
ha ocupado las calles sin que se note y de momento lleva todas las de ganar en
una batalla que nadie sabe que existe. A nosotros sólo nos queda oponernos a la
dictadura de las máquinas con las armas que tenemos, es decir, desarmados: abrazar
una resistencia pasiva que tarde o temprano desembocará en una ola de atropellos
que diezmará más nuestras filas cuanto más prietas estén. Eso o resignarnos a seguir
las reglas del juego y correr como conejos cuando se nos manda, que es, dese
usted cuenta, lo que estamos haciendo en este preciso instante: apretemos el
paso, señora, que ya vuelve a silbar el hombre de hierro, sigamos sus órdenes aunque
sepamos que al alcanzar la meta no vamos a recibir una medalla, ni una felicitación
ni absolutamente nada y que, como de costumbre, las prisas solo nos servirán para
descubrir que esta vez tampoco hemos llegado a ninguna parte.
4 comentarios:
Si en el análisis de cómo nos esclaviza la tecnología, has empezado por el semáforo, no se cuándo vas a llegar al Iphone.
Que ahí si que hay canela canela.
Una estúpida luz no va a decirme si puedo o no cruzar la calle.
Este tío no se entera escribiendo, es un patético garrulo. Dios de mi vida y que se denomine escritor!!! cierra el blog y abre una tienda de pipas (consejo de alguien que entiende)
Lo de Woody y Hurtado tiene tela.
Haces una asociación subliminal
comparativa de pederastia.
Reza que no soy el hijo de Hurtado
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